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21 octubre 2014
"Por esos días empezó mi enfermedad. La enfermedad que me aquejaría desde entonces hasta hoy. Dolores de cabeza. Náuseas súbitas. Taquicardia. El mareo, semejante al que me sobrevino en la cima de la columna de lava en la isla de James. Repentinos pánicos sin aparente razón, pánicos por nada.
Un síndrome, una estampida de dolores y terror, que me asaltaba agregando sus síntomas en desorden, y me hacía moverme de mi escritorio palpando las paredes para no caer de rodillas, o me asaltaba mientras caminaba entre los árboles del parque y me hacía buscar, tambaleándome de un tronco a otro, la banca más cercana para no derrumbarme como un pordiosero en el pasto.
Emma opinó que yo era un hipocondríaco. Luego me concedió que tal vez un insecto me había mordido durante mi viaje en el Beagle, tal vez en tierras tropicales, y me había infectado la sangre de una enfermedad latente, que apenas ahora afloraba.
Luego de auscultarme en su consultorio, el médico me diagnosticó como neurasténico. Una forma elegante de decir: No sé qué demonios aqueja al paciente. Y me recetó compresas frías en la frente y baños con hielo en el agua y otra serie de placebos que usé, sin efecto.
Emma sugirió entonces que fuéramos a un clérigo exorcista, para que me sacara a Satanás del cuerpo. Preferí ser neurasténico."
Sabina Berman, El dios de Darwin
Etiquetas:
Charles Darwin,
literatura,
Sabina Berman
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